Contradicciones en la escuela

Contradicciones en la escuela

En algún momento la tan amada escuela se me reveló contradictoria. Los valores y estándares que se proponía discursivamente no se correspondían con la práctica. Los emergentes siempre manifestaban un hilo invisible que dominaba la escena, por debajo de los altos ideales.

Fuí a la escuela primaria en la década de los 90 en Argentina. Un momento en el que la educación pública había comenzado a ser desmantelada y desprestigiada. Mi familia fue una de las tantas formadas en la universidad pública que eligieron educación privada para sus hijos. No termino de saber si fué por un convición personal de mis padres o una observación clara del vaciamiento y abandono de la educación pública por parte del estado.

Las escuelas privadas se embanderaban en promesas garantistas de éxito, con altos valores éticos e ideales de superación y responsabilidad; mi escuela no era una excepción. Desde inicios de la primaria los actos escolares eran coronados por algún discurso moralista poniendo a la ética, la responsabilidad, la excelencia, el esfuerzo y el compromiso como horizontes. Durante mucho tiempo me identifiqué con ese relato, hasta que atestigué sus pilares vencidos.

En muy pocos años, entre los 12 y 16 años ví como estudiante diferentes dinámicas que revelaban contradicciones. Siempre relato un día de ceremonia mal planificado en el que todos los compañeros asistimos a clase con uniforme deportivo, olvidando que el cuadro de honor debía cargar la bandera de ceremonias con vestimenta formal (una de las tantas costumbres conservadoras que muchas escuelas todavía sostienen a la fecha). Mi entrega y sacrificio a la causa de la escuela me había garantizado el mejor promedio y por ende, la responsabilidad de cargar la bandera de ceremonias; pero mi atuendo ese día no me lo permitió.

El problema era que el atuendo no se lo permitía prácticamente a nadie de mi curso. Entonces sucedió algo fantástico. La autoridad responsable de esa gestión comenzó a buscar entre los mejores promedios aquellos que estaban vestidos adecuadamente para la ocación, y se encontró con que lás unicas personas que cumplían con el requisito eran los peores promedios de la clase. Inicialmente mi reación fue indignación, pero con el paso de las horas algo más se reveló de fondo: la carencia de sentido.

Los supuesto valores que habían sostenido mi fé en la escuela estaban reduciéndose ante la importancia de la imagen y de las buenas costumbres. Ese día dejé de creer en las calificaciones como forma de medir el aprendizaje o proceso de una persona.
También se me reveló otro aprendizaje valioso al ver el rostro de los padres de Sebastián, el compañero que tuvo la responsabilidad de cargar la bandera en un acto escolar en el que inicialmente nada de esperaba de él. Por primera vez, no importa las razones, había sentido el orgullo de sus padres. Estaba claro que era lo que no importaba, y aparecía algo nuevo, que siempre había estado ahí, pero que hasta el momento yo no habia observado: la importancia de la mirada de los otros, la atención, el vínculo.

Desde entonces y en posteriores ocaciones, mi foco dejó de ser la estructura formal, y pasó a ser la observación de las sutilezas vinculares y relacionales en la escuela. 

 

 

 

En algún momento la tan amada escuela se me reveló contradictoria. Los valores y estándares que se proponía discursivamente no se correspondían con la práctica. Los emergentes siempre manifestaban un hilo invisible que dominaba la escena, por debajo de los altos ideales.

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